Aquello de que en todos lados se cuecen habas es universal. Salta, integrante de un país aún en gestación como tal en la actualidad, debía contar con espectáculos que se ofrecían no solo en la Capital Federal, sino en otras provincias de nuestro territorio, “porque el hombre es hombre y siempre copia al hombre”. Entre los deportes, las anécdotas que siempre nutrieron los corrillos esquineros y las tabernas, pero quienes más historias aportaban para el gusto de los comensales, eran mayormente el boxeo y el fútbol. El primero con dos protagonistas en un cuadrilátero y un “tercer hombre”, el árbitro, designado para que el combate sea limpio y cuidar, a la vez, la integridad de los pugilistas. El fútbol, 22 jugadores con la mitad por cada lado o club, resultaba más propenso a los desórdenes, por la incultura de sus protagonistas. De estas dos disciplinas provienen las mayores y jugosas anécdotas del pasado.
En el festival de marras hubo un plus extra anticipado. Combatían en preliminares el capitalino Bienvenido Álvarez y el güemense Ernesto Nicolás “Turco” Amado, que arrastró desde su pueblo natal una gran cantidad de seguidores. Álvarez, que al parecer tenía un asado esa noche, (lahama) dejó fuera de combate en el tercer round al ídolo güemense “Turco” Amado y cuando el árbitro José Pujol (tucumano y también boxeador activo) le levantaba el brazo en señal de triunfo, éste fue acometido por el segundo de Amado quien, con un soberbio recto de derecha al mentón puso nocaut al “tercer hombre” del ring, como se denomina en la jerga boxística al juez del combate. (El ser turco -en realidad árabe- era sinónimo de fuerte, potente, de gran aguante y pegador como mula arisca. Era fácil para un promotor meterlo en “sus redes” de manejo y el “turquito” entraba con el apoyo de los “ociosos”, haciéndoles creer estos que él era un Firpo en potencia. Unas cuantas experiencias triunfales en su pueblo lo convirtieron en ídolo. Fue el caso de este “pollo”, crédito de General Güemes, pueblo ferroviario por excelencia en esos tiempos.)
De inmediato los seguidores güemenses del Turco Amado invadieron el ring, respondiendo de igual manera los salteños. La turba aprovechó para entrar en calor y convertirse en émulos de los púgiles actuantes, uno presente y el otro, Álvarez, ausente por el asado. Los disturbios, que se habían originado alrededor del ring, donde se sentaban los “guitudos” y “acomodados” en sillas de madera, se extendieron finalmente por todo el local, mientras los pitos de los policías sonaban sin cesar por doquier, tratando de restablecer el orden. Mientras tanto el árbitro José Pujol y el Turco Amado dormían plácidamente en medio del tumulto, sin prestarle atención nadie, entreverados en un descomunal y salvaje enfrentamiento. Hubo muchos contusos, producto de certeros sillazos y otros elementos contundentes que siempre encuentran los prosélitos de los alborotos, a la hora puntual de la cita “cuando el desorden nos convoque”.
Finalizada la gresca con la llegada de los refuerzos policiales tornó la calma y el agresor, contenido a duras penas junto a sus revoltosos acólitos güemenses, recibieron ante el público una durísima reprimenda por parte de los “canas” que repartían por doquier los bastonazos ante la algarabía de los capitalinos de la popular pero ésta, como tal, con tribunas, no existía. Mientras los boxeadores utilizaban la bolsa de arena para consolidar la potencia en sus puños, se decía que en la comisaría también las tenían. Pero los famosos “canas” se entrenaban con ellas (las bolsas) dándole garrotazos con la izquierda, la derecha, de taquito, de pechito, de cabecita y otras técnicas policíacas que les venían de antaño, y las debían asimilar en su “academia” o “gimnasio” en la actualidad.
Al parecer, festivales boxísticos era los de antes, donde nadie quedaba sin dar ni recibir y el que salía ileso de la gresca generalizada, “cobraba” por estar “invicto”, aunque la función ya había finalizado. Otros hechos similares están reflejados en el inédito trabajo “La Historia del Boxeo en Salta”, cuyo autor es quien esto escribe. Sobre el particular un veterano testigo de esos ya muy lejanos acontecimientos pugilísticos, comentaba que “lo teníamo que adoralo la Pachamama con l’uña cuando no lo teníamo alpargata pisando el suelo, la tierra, con frío o calor, porque no lo exitía tribuna alguna. El ring se l’armaba en un terreno yano que también lo servía de pita i’baile pa lo tanguero que lo tenían que sentaseló sobre lo cajone vacío i’cerveza. La dama lo tenían su siya y eso era ley”.
Por aquellos tiempos, un infractor no entraba por una puerta de la policía -o “contraventora” como también se la denominaba, pero que a la postre era comúnmente conocida como “cana” o “gayola”, o “jaula”, también “hotel del gallo”-, y salía rápidamente por la otra como acontece en la actualidad. En este caso, el segundo de Amado y sus revoltosos “infieles” fueron transportados al calabozo con rigurosa infantería mediante, y “cobrando” extra en el trayecto de cinco cuadras por los canas “golpeadores” propios de antaño, aunque los de hogaño también “convidan” duro, aunque a escondidas, en plena oscuridad y varios a la vez contra el “encanado”; los güemenses habían tenido la osadía de romper el orden y de inmediato legalizaron con esa actitud el correcto proceder de los guardianes uniformados, prestos siempre a actuar con contundencia, ejecutando cabezas, lomos, nalgas, rodillas, tobillos y canillas de los insurrectos, con robustos “bastonazos” y latigazos de cuero trenzado, que también surtían un efecto devastador.
El segundo de Amado y noqueador del árbitro José Pujol, pasó diez días detrás de las rejas, “cómodamente ubicado en el suelo, sin colchón, y muy poco “morfi”, comentaba un asiduo concurrente a los festivales de esos lejanos años, también trajinador de humanidades. Los otros exaltados fueron recuperando la ansiada libertad poco a poco tras comprobarse que carecían de antecedentes policiales, pero el que “alquiló” el calabozo por una decena de días, tuvo que cumplir la pena impuesta entonces por el Edicto Policial que hoy es recuerdo, o mejor dicho, que ni los propios canas conocían su existencia entonces, pero que se cumplía a rajatabla con sólo recibir la orden de “reprimir”. Para colmo de males, el pobre agresor “calaboziado” fue olvidado por sus seguidores y familiares. Visitarlo o llevarle comida, significaba que la “cana” lo dejara adentro por tratarse de un cómplice que había eludido con “maestría” la famosa “rediada”, la noche de la pelea. Y si tenías el vicio de un “acuyico”, a aguantar la “veda” obligatoria, porqué no había “reabasto” dentro de la “cana”.
Tras haberse superado el ambiente caldeado al rojo vivo y restablecido el orden, debieron subir las escalerillas los protagonistas del combate estelar. Don Pablo Meroz llamaba la atención por su pinta de galán de cine, no de pugilista foráneo. El negro Filiberto Pizarro, tanto en sus presentaciones como después de los combates, haya ganado o perdido, cautivaba al público con un baile muy especial y personal, que producía entusiasmo a rabiar entre le negrada de la “popu”. Por supuesto que don Pablo Meroz, de elegante técnica y preciso en sus golpes, se lució ante el peruano Pizarro, deleitando al “público magullado” (en su mayoría) que aplaudió estruendosamente su victoria. El árbitro designado para el combate estelar, no era otro que el pobre José Pujol, “masacrado” el pobre, sentado en una silla y sostenido por dos contertulios vecinos ubicados a su costado, para evitar que se caiga ya que proseguía nocaut.
Don Pablo Meroz, ya con más de noventa años, en una entrevista personal en su domicilio comentaba que una vez viajando a Córdoba en su automóvil se detuvo en Lules, Tucumán, a cargar nafta en un surtidor esquinero, cuando se le acercó un uniformado. “No había cometido infracción alguna y estaba tranquilo por eso. Grande fue mi sorpresa cuando el agente se quitó la gorra y me saludó muy amablemente. Era el negro Filiberto Pizarro. Debe haber muerto en Lules el simpático y alegre negrito”, concluyó don Pablo.
Pero, ¿qué ocurrió el segundo pegador y noqueador del árbitro? Cumplió con ejemplar conducta los “diego” días, lo que significaba lisa y llanamente una “novena y procesión” incluida. Cuando regresó al pueblo esperaba un recibimiento especial de su equipo, pero ninguno asomó la cabeza, ni su propio pupilo que había quedado “desmemoriado” después del nocaut que le propinó el “uña” Álvarez, dándole la “bienvenida” a Salta capital. En cualquier rincón de la provincia y del país, la “cana” aterrorizaba ejerciendo la autoridad de la ley, aplicando a los insurrectos tremendas palizas, “aplicando “sus propias” leyes. Siempre fue el “terror reinante” para los pueblos, aunque gran parte de sus habitantes en todos lados, merecían una atención “especializada”. Los “canas” eran brutos e ignorantes, pero eximios castigadores a la hora de “aplicar” justicia y dicen que jugaban entre ellos a quien “convidaba más”. ¿Convenía vivir en esos tiempos? Difícil respuesta, ¿es así?