Nacido en Bell Ville, Córdoba, en 1904, hijo de don Julio Meroz,
franco-suizo, y doña María Humbert, francesa. Dedicado al deporte de los puños,
se proclamó campeón cordobés de los medianos. Llegó a protagonizar más de un
centenar de combates recorriendo el país, alternando con rivales aficionados y
profesionales. El sábado 16 de julio de 1932 se presentó en nuestra ciudad, en
el Salta Boxing Club, derrotando por puntos en diez asaltos al mediano peruano
Filiberto Pizarro, un moreno trotamundos que vivía calzándose los guantes para
obtener el diario sustento. Don Pablo era blanco de piel, rubio, ojos celestes
y una pinta de actor de cine que llamaba la atención de todos, más sobre el
ring, luciendo su elegante estampa.
El Salta Boxing Club tenía su sede en calle Sarmiento 95 cuyo solar era
propiedad de don Jaime Capó (el
padre del desaparecido cómico popular Chalita)
y se trataba de una antiguo local de bailes populares “con capacidad para dos mil personas”, se publicaba por entonces.
Sacar conclusiones: año 1932. Pero vale la pena recorrer este espacio de la
historia del boxeo de Salta, desconocida por muchos. El estadio que albergaba
el boxeo en los años 1931 y 1932, lo alquilaba la empresa del promotor Juan
Arias y Compañía quien, al parecer, no pagaba como correspondía los pesos de
antaño, recurriendo de esa manera al mentado “empatil” tucumano, aunque esta manía de “empatar” no nació en
Tucumán, sino que es universal. Hubo rescisión de contrato por parte de “Chala”
Capó padre y la batuta del boxeo quedó en manos de él, que algo había aprendido
observando los movimientos habituales de los festivales, tanto de baile como de
boxeo, que no diferían en el fondo nada el uno del otro, incluido... el clásico
“empatil”, recurso también utilizado
por el flamante promotor, vasto conocedor de este territorio.
En el festival de marras hubo un plus extra
anticipado. Combatían en preliminares el capitalino Bienvenido Álvarez y el güemense Ernesto Nicolás “Turco” Amado, que arrastró desde su pueblo natal
una gran cantidad de seguidores, con el “acuyico” a cuesta todos ellos.
Álvarez, que al parecer tenía un asado esa noche, dejó fuera de combate en el
tercer round al ídolo güemense “Turco” Amado y cuando el árbitro José Pujol (también boxeador en
actividad) le levantaba el brazo en señal de triunfo, el “tercer hombre” del
ring, fue acometido por el segundo de Amado quien, con un soberbio recto de
derecha al mentón, puso nocaut al “tercero en discordia”, como se denomina en
la jerga boxística al juez del combate. (Foto
en la cumbre del San Bernardo: escribano Herrera, Juan Carlos Dávalos y
Filiberto Pizarro)
Finalizada la gresca con la llegada de los
refuerzos policiales tornó la calma y el agresor, contenido a duras penas junto
a sus revoltosos acólitos güemenses, recibieron ante el público una durísima
reprimenda por parte de la “canaria” que repartían por doquier los bastonazos
ante la algarabía de los capitalinos de la popular, pero ésta, como tal, con
tribunas, no existía. Mientras los boxeadores utilizaban la bolsa de arena para
consolidar la potencia en sus puños, se decía que en la comisaría también las
tenían. Pero los famosos “canas” se entrenaban con ellas (las bolsas) dándole
garrotazos con la izquierda, derecha, de taquito, pechito, nuquita, frentazos y
otras técnicas policíacas que les venían acuñadas desde antaño, desde la
colonia misma. Cuenta la historia que “los
policías recorrían las calles de noche y cuando alguien no respondía a los
requerimientos de los guardianes de la seguridad pública, eran atravesados de
lado a lado, para que no queden dudas del poder de los uniformados”.
Al parecer, festivales boxísticos era “los de
antes”, donde nadie quedaba sin dar ni recibir y el que salía ileso de la
gresca generalizada, “cobraba” por estar “invicto”, aunque la función ya había
finalizado. Otros hechos similares están reflejados en el inédito trabajo “La
Historia del Boxeo en Salta”,
cuyo autor es quien esto escribe.
Sobre el particular un veterano testigo de
esos ya muy lejanos acontecimientos
pugilísticos, comentaba: “lo teníamo que
adoralo la Pachamama
con l’alpargata pisando el suelo, la tierra, con frío o calor, porque no
l’exitía la tribuna”.
Por aquellos tiempos, un infractor
no entraba por una puerta de la policía -o “contraventora” como también se la
denominaba, pero que a la postre era comúnmente conocida como “cana”-, y salía “rápidamente por la
otra” como acontece en la actualidad. En este caso, el segundo de Amado y sus
revoltosos “infieles” fueron transportados al calabozo con rigurosa infantería
mediante y “cobrando” extra en el trayecto de cinco cuadras por los canas
“golpeadores” propios de esos tiempos; los güemenses habían tenido la osadía de
romper el orden y de inmediato legalizaron con esa actitud el correcto proceder
de los guardianes uniformados, prestos siempre a actuar con contundencia,
ejecutando cabezas y lomos de los insurrectos con robustos y certeros
“bastonazos”. El segundo de Amado y
noqueador del árbitro José Pujol, pasó diez días detrás de las rejas, “cómodamente ubicado en el suelo, sin
colchón, y muy poco “morfi”, el del “rancho” de los uniformados”, comentaba
un asiduo concurrente a los festivales de esos lejanos años, ex cana y también
trajinador de humanidades en esa época. Los otros exaltados fueron recuperando la ansiada
libertad poco a poco tras comprobarse que carecían de antecedentes policiales,
pero el que “alquiló” el calabozo por una decena de días, tuvo que cumplir la
pena impuesta -“la novena y un día de yapa, el que correspondía a la
procesión”-, entonces por el Edicto Policial que hoy es recuerdo, o mejor
dicho, que ni los propios canas conocían de su existencia en el pasado, pero
que por entonces se cumplía a rajatabla con sólo recibir la orden de
“reprimir”.
Tras haberse superado el ambiente caldeado al
rojo vivo y restablecido el orden, debieron subir las escalerillas los protagonistas
del combate estelar. Don Pablo Meroz llamaba la atención por su pinta de
galán de cine, no de pugilista foráneo. El negro Filiberto Pizarro,
tanto en sus presentaciones como después de los combates, haya ganado o
perdido, cautivaba al público con un baile muy especial de él que producía
entusiasmo a rabiar. Por supuesto que don Pablo Meroz, de elegante técnica y
preciso en sus golpes, se lució ante el peruano Pizarro con su exquisito boxeo,
deleitando al “público magullado” (en gran parte) que aplaudió estruendosamente
su victoria. El árbitro designado para el combate estelar, no era otro que el
noqueado José Pujol, “masacrado” el pobre, sentado en una silla y sostenido por
dos contertulios vecinos ubicados a sus costados para sostenerlo al pobre
“tucuta”, de dónde provenía la víctima. Don Pablo Meroz, ya con más de noventa
años, en una entrevista personal en su domicilio, recordaba que una vez
viajando a Córdoba en su automóvil, se detuvo en Lules, Tucumán, a cargar nafta
en un surtidor esquinero, cuando se le acercó un uniformado. “No había cometido infracción alguna y estaba
tranquilo por eso. Grande fue mi sorpresa cuando el agente se quitó la gorra y
me saludó muy amablemente. Era el negro Filiberto Pizarro. Debe haber muerto en
Lules el simpático y alegre negrito”, concluyó don Pablo.
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